Capítulo 1.- El invierno de las cigarras

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El invierno de las cigarras

LA VERDADERA HISTORIA DE LAS CIGARRAS Y LAS HORMIGASla cigarra y la hormiga

El invierno de las cigarras

Apenas se vislumbraba el invierno de las cigarras,  y las hormigas ya comenzaban a recogerse en la seguridad del hormiguero, dispuestas a pasar un cálido invierno más bajo las profundidades de la tierra.

Preparadas están para disfrutar del tan merecido descanso que llegaba por fin precedido del verano que habían pasado como buenas trabajadoras trabajando y recogiendo alimento de sol a sol.

El panorama de las cigarras, en cambio, era completamente distinto.

Los campos, por aquellas fechas tan cercanas a las heladas, estaban sin grano y por tanto, sus despensas también. Cada año lo mismo. Parecía imposible que aguantaran sin alimento hasta el deshielo, cuando los brotes y cortezas tiernas de los árboles dejaran beber de su savia de nuevo.

Por ello, habían de tomar medidas urgentes una vez más.

—¡Reunión, reunión! —gritaba la cigarra Pregonera, encargada de transmitir a toda la comunidad las órdenes de la cigarra Alcalde—. ¡Tutú-tutú! ¡Tutú-tutú! ¡Reunión! Por orden de la cigarra Alcalde, todas a la sala de reunión.

Una a una, las cigarras se dirigieron hacia allí, dónde les esperaba ya su alcalde, vestido de gala, como solía hacer en las grandes ocasiones o cuando tenía que realizar comunicados importantes.

También llevaba en la mano su bastón de mando, símbolo de un poder que nunca abandonaba. Se mantenía de pie sobre el púlpito que presidía la sala, apoyándose en el cetro de cuando en cuando y con gran solemnidad, las observaba a todas entrar, esperando paciente mientras la cigarra Contadora, a su lado, hacía su trabajo de comprobación.

—¿Estamos todas? —Preguntó.

—Sí, Alcalde. A excepción de cigarra Traviesa, que tiene una pata aplastada. Tampoco está cigarra Médico, que se ocupa de atenderla, claro.

—Bien —, dijo indicándole con un gesto a Contadora para que se retirara. Después, se dirigió al público—, como todas sabéis, la fiesta, los bailes y los cánticos, se acabaron con el último día de verano. Así pues, echad un vistazo a vuestro alrededor, ¿qué veis?

Las cigarras presentes miraron confusas a un lado y otro.

—Nada… —Se aventuraron a contestar algunas, casi al unísono.

—Ese es el problema, precisamente; que no hay nada. Esta sala no debería ser la de reuniones, sino  una despensa destinada a almacenar los alimentos que nos sustentarían durante el duro invierno. Pero en cambio, como vosotras mismas podéis comprobar, ¡está vacía!

Un murmullo, mezcla de sorpresa y preocupación, comenzó a despertarse por toda la sala mientras el Alcalde, más afectado a cada momento, continuaba con su discurso:

—Veréis, cigarras, he recibido una carta de nuestras espías en Hormitrópolis que dice que las despensas de las hormigas rebosan de grano.

Mientras ellas trabajaban y recogían todo el grano que podían, ¿Qué hacíamos nosotras? Entonar hermosas melodías, ser la envidia de todos los animales del campo, sí, es cierto. Pero, ¿ahora qué? Ahora nadie se acuerda de nosotras y como siempre, si no le ponemos remedio, ¡la mayoría de nosotras morirá de hambre!

Con el punto y final del discurso del Alcalde, un silencio sepulcral se apoderó del lugar. Un silencio que no tardó en romperse.

—Pero, ¿y lo bien que lo hemos pasado?

—¡¿Qué?! ¿Quién ha dicho semejante tontería? —Preguntó la cigarra Alcalde, furiosa.

—Perdone, señor Alcalde —dijo alguna de las cigarra situadas más cercanas al púlpito—, no lo tome en consideración, ha sido cigarra Boba.

—Ya veo… Está bien, sigamos. —Respiró hondo y carraspeó, tratando de recuperar la concentración y la compostura—. ¿Alguna de vosotras tiene alguna idea que nos salve de una muerte segura?

De nuevo, el murmullo se apoderó de la sala, pero de una forma más inquietante esta vez. Las cigarras cada vez se sentían más agitadas y más nerviosas. Ninguna era capaz de sacar nada en claro.

—¡Basta! —Clamó con voz grave el Alcalde al cabo de unos minutos de incesante rumor y alzando el bastón.

—¡Silencio! ¡Silencio! —Repitieron al unísono las cigarras Pregonera y Contadora—. ¡Ha dicho que todas en silencio!

La contundencia del Alcalde pareció surtir efecto bajo la comunidad, que calló al instante.

—¡Demonios! —Estalló alguien de pronto.

El Alcalde se apoyó sobre el púlpito, alterado, tratando de localizar la procedencia de la voz sin conseguirlo:

—¿Quién ha sido? ¡Eh! ¿Quién ha dicho eso?

—¡Alcalde! Con todos mis respetos… — La cigarra Cabo, joven y atlética, se abrió paso entre la multitud, seguida de otra cigarra algo mayor que ella.

—¿Cigarra Cabo? —Se sorprendió el Alcalde.

—Verá, Alcalde. Hemos estado dándole muchas vueltas a este asunto, pero a estas alturas de la estación, el exterior no es más que un terreno yermo y en esas condiciones, nada nos puede alimentar. —Decía mientras avanzaba hacia el estrado.

El Alcalde estaba manifiestamente contrariado:

—Eso no es del todo cierto, Cabo. Hace unos días, sin ir más lejos, llegó una carta de cigarra Oteadora que…

—Ese granero humano del que cigarra Oteadora informaba en su anterior carta, está a kilómetros de aquí. Contando con eso y con la previsión del tiempo, nada halagüeña, no llegaríamos en meses, señor Alcalde.

—Bien, ¿entonces qué propone, cigarra Cabo? —Repuso el Alcalde, molesto, dado que era consciente de que cada palabra pronunciada por el Cabo, resultaba cierta.

—Será mejor que los detalles los dé cigarra General, Alcalde, si le parece bien.

De nuevo se despertó la inquietud entre las cigarras presentes cuando el general subió al estrado que, con gesto grave y arrastrando una leve cojera, además de otras cicatrices curtidas en docenas de batallas, se colocó en el púlpito obligando a desplazarse al disgustado Alcalde.

El general, desde aquella posición elevada, se antojaba como una figura tan imponente, que algunas cigarras comenzaron a temblar, pero éste, ajeno o no al efecto que provocaba sobre ellas, se tomó

unos segundos para observar y medir a la multitud mientras se atusaba el bigote y calibraba mentalmente la situación hasta que se decidió a hablar con un poderoso chorro de voz:

—¡Cigarras todas! Como ya ha dicho nuestra buena cigarra Alcalde, los tiempos de canto y baile han terminado de la peor manera posible; pillándonos desprevenidas y con las despensas vacías, como siempre…

—¡Sí, pero que nos quiten lo bailado!

—¡Maldita sea, ¿quién osa interrumpirme?!

—No lo tenga en cuenta, mi General. Ha sido cigarra Boba, de nuevo… —Se excuso por ella el cabo.

—Bueno, pues que guarde silencio de una vez. —Dijo el general meneando la cabeza—. En fin, como iba diciendo…

La rapidez con la que se nos echa encima el invierno y el vacío desolador de nuestras despensas exigen una solución drástica que requerirá de grandes sacrificios, pero también de grandes dotes, como el honor. —La cigarra General hizo entonces una pausa dramática para observar detenidamente a la comunidad de cigarras, para dejar que sus últimas palabras calaran en ellas—. Esta solución es, cigarras, asaltar Hormitrópolis y saquear sus despensas.

Se escucharon varios gritos ahogados y multitud de ojos se abrieron como platos, las cigarras presentes en la despensa, ahora reconvertida en sala de reuniones, comenzó a enloquecer lentamente ante la idea de enfrentarse al ejército de las hormigas.

Pero el General no pensaba dejar que nadie se sublevara, no tenía intención ninguna de que la situación escapara de su control:

—¡Silencio, todas! —Su voz resonó con gran estruendo—. ¡Escuchadme, cigarras! Sé que es una operación arriesgada y que ahora mismo estáis todas asustadas. Pero parad a pensar un momento, ¿queréis? —Las cigarras se fueron silenciando conforme el general hablaba, tomando conciencia poco a poco de la crudeza de la situación—. Pensad que, por el bien de muchos, deberemos sacrificarnos algunas pocas. Veréis entonces que el sacrificio es mínimo. ¿Queremos acaso morir de inanición sin remedio?

Las cigarras comenzaron entonces a negar de forma vehemente, convenciéndose cada vez más de lo que el General decía.

—¿Nos quedaremos aquí a esperar la muerte sabiendo que podríamos haber hecho algo para remediarlo? —Preguntó el general a voz alzada, entusiasmado, infundado su pasión en el resto de los presentes—. ¡¿Verdad que no, cigarras?!

—¡NO! —Contestaron todas al unísono. —¡Viva la cigarra General! ¡Viva la cigarra Alcalde!

La cigarra General y la cigarra Cabo levantaron el puño en señal del triunfo futuro.

—¡Viva yo! ¡Viva yo!

—Pero bueno, ¿quién…? —Preguntó el general.

—No se preocupe mi General —contestó cigarra Cabo—, ha sido cigarra Boba.

—En fin… ¡Cigarras! Mañana a las siete horas, deberán presentarse aquí para las pruebas de batallón. ¡No lo olviden!

Continúa con la aventuraCapítulo 2.- Ejército bicolor

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