LA VERDADERA HISTORIA DE LAS CIGARRAS Y LAS HORMIGAS
Hacia la batalla
En el tercer capítulo de «La verdadera historia de las cigarras y las hormigas», el ejército bicolor se dirige hacia la batalla…
Tal y como estaba previsto, cuando los relojes marcaron las doce, el batallón rojo, agitado pero concienciado, inició su camino a la luz de una luna que facilitaba la visión y el reconocimiento de las marcas dejadas por el escuadrón de reconocimiento.
Aún no llevaban ni media hora caminando, cuando algunas cigarras empezaban a sentir los efectos del cansancio, retrasando la marcha.
—¡Vamos, vamos! Un último esfuerzo, no podemos fallar en la misión encomendada. La supervivencia de la comunidad de las cigarras cantaoras y bailaoras depende de nosotras ¡Ánimo cigarras! —Les animaba el Cabo.
Mientras tanto, el batallón del parche negro, ultimaba los preparativos y recibiendo las instrucciones finales, se encontraban a punto de iniciar el mismo camino que sus compañeras.
Todas las cigarras soldado del batallón del parche negro, llevaban entre su equipo unas ojivas vacías con las que debían transportar el producto de su saqueo y así, llenar las despensas a su vuelta.
—¡En marcha! —Gritó la cigarra General, a cuyo lado estaba la cigarra Alcalde, con el semblante serio, o más bien, desencajado.
Ambos echaron a andar seguidos en silencio por el batallón y en pocos minutos, se vieron inmersos en apabullante oscuridad del bosque.
Contra todo pronóstico, cinco minutos antes de la hora prevista, las cigarras del parche rojo llegaron a la zona indicada.
—Esperaremos hasta la hora exacta, en silencio. Nada de movimientos que puedan alertar a las hormigas centinelas —Susurró el cabo al resto de cigarras.
—Yo no he visto a ninguna… ¿Vosotras habéis visto a alguna centinela? —Preguntó una cigarra soldado.
—Que no las hayamos visto, no quiere decir no haya ninguna. Abrid bien los ojos.
Y así, con los ojos como platos, atentas a cualquier movimiento, esperaron hasta la hora justa, haciéndoseles eternos los segundos hasta que por fin, la cigarra Cabo dio la señal y una a una, sigilosas como la noche y camufladas por ella, se introdujeron por la entrada secundaria de la mítica Hormitrópolis, despacio y con precaución.
—Aquí debe ser. —Dijo el cabo, tras un largo recorrido durante el cual avanzaron a tientas hasta llegar a una estancia con aspecto de cuidado almacén.
Hizo algunas señas para que el resto del batallón se colocara junto a las paredes de la cueva, rocosas y frías y se mantuvieran en silencio
—Debemos esperar a los parches negros. En silencio, si nos descubren ahora, estaremos perdidas.
Las cigarras del parche negro, que habían recorrido el camino a un paso más ligero que el de sus compañeras, ya rodeaban los arbustos que cercaban la entrada principal de la ciudad bajo el pie del árbol
—Apostaos aquí en silencio, —ordenó el general—, el alcalde y yo nos adelantaremos. No os mováis de aquí hasta nueva orden pase lo que pase.
Las cigarras, obedientes, asintieron y se situaron en posición de espera, al abrigo de las ramas del gran arbusto que se refugiaba bajo el olmo, mientras el Alcalde y la cigarra General sacaban de su mochila sendas capas con capucha y se envolvían en ellas, echando a andar hacia la zona de la entrada más protegida por la vegetación.
—¡General! —dijo el alcalde—. Debemos escorarnos hacia la izquierda, hacia la base del árbol. Allí nos esperan.
El general varió el rumbo en silencio, dirigiéndose hacia allí.
—Ya está. Hemos llegado. Esperemos que…
—Cigarra General, cigarra Alcalde; —Interrumpió de pronto una voz equilibrada que provenía de las sombras.— Llegan ustedes a la hora prevista.
—Cómo siempre. —Contestó el alcalde, con un deje de molestia en la voz. —General —continuó, mientras la voz misteriosa salía de su escondite, —le presento a la hormiga Alcaldesa y a la hormiga General.
Dos hormigas engalanadas y con porte serio se presentaron ante ellos, visibles a la poca luz de luna que las hojas dejaban atravesar. Intercambiaron saludos y movimientos de cabeza respetuosos.
—Ha llegado la hora más triste, Alcalde.
—Así es, Alcaldesa. Como cada año.
—Pero, ¿por qué no intentan cambiar o buscar una solución a este problema? Año tras año, por la misma fecha, tenemos que pasar por el amargo trago del sacrificio.
—Es inútil, Alcaldesa. Va en nuestra naturaleza. Nuestro instinto nos invita a compartir el don que nuestro creador nos ha dado con todas las criaturas del campo. Nuestros bailes, nuestros cantos… ah, son tan bellos…
Formamos parte del espectáculo sonoro de los amaneceres y atardeceres. Eso somos nosotros, no el duro trabajo durante el verano, ese trabajo sin fatiga que, en cambio, sí es vuestro don, el de las hormigas, Alcaldesa. Aunque, no me mal interpreten… ¡Ojalá tuviésemos fuerza de voluntad para cambiar nuestro instinto!
Las dos hormigas, relucientes en su negrura, como la noche, asentían en señal de comprensión.
—Por eso, hormiga Alcaldesa, hormiga General, este pacto que nuestras especies de la zona norte hicieron antaño y que lleva vivo desde hace tantas generaciones es tan importante.
Pues ha hecho posible que sobreviviéramos a los duros y largos inviernos de esta tierra a pesar de padecer la poca previsión de nuestra naturaleza. Es cierto que con un doloroso sacrificio, sí, pero es de suponer que si nuestros antepasados lo decidieron así, es por que realmente no existía otra solución.
—Probablemente tengáis razón, Alcalde. Somos como somos, eso es indiscutible, quizá incluso, inamovible. —Sonrió la alcaldesa—. Además, hemos de reconocer que nuestra labor, se hace más llevadera cuando entre jornada y jornada, os escuchamos cantar con ese ánimo, con esa alegría.
—Pero no olvidemos, que es nuestro instinto el que nos lleva a atacar a su gente en el momento que ha taladrado la corteza de un árbol, beneficiándonos de su labor. —Intercedió a modo de recuerdo, o puede que de reproche, el General de las hormigas.
—Desde luego, General, pero es bien sabido que a la postre, ese hecho ha sido la base del acuerdo.
—Sin duda —replicó en tono cortante la cigarra General, que llevaba toda la conversación con el ceño fruncido y repasándose el bigote, queriendo poner término a tanta cháchara inútil—, pero resumiendo y, para ir al grano, nunca mejor dicho; hormiga General, es el momento de proceder.
La hormiga General asintió para después hacer una seña al segundo.
Un centenar de hormigas aparecieron de la nada de repente, taponando la entrada por donde se habían introducido las cigarras del parche rojo, quedando presumiblemente encerradas en una trampa mortal y sin escapatoria que el Alcalde y el General, observaron desde el exterior, impasibles.
La hormiga Alcaldesa, que también había contemplado la escena, se volvió entonces para dirigirse a sus iguales:
—Deberían mandar a su gente a nuestra despensa para llenar sus ojivas con la savia recolectada. cuanto antes. Con ella tendrán suficiente para pasar el invierno sin problemas para subsistir… Y dense prisa, el tiempo ya está cambiando… Ya va siendo hora que nos refugiemos todos del frío otoño que se avecina
—Sí, alcaldes, acabemos con esto de una vez. —Sentenció la cigarra General.
Continúa con la aventura: Capítulo 4.- La vuelta a casa de las cigarras
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